En un país de salarios bajos, los efectos de una inflación disparatada como la que actualmente sufrimos justifican la insatisfacción de millones de personas trabajadoras con unos ingresos que apenas sirven para cubrir las necesidades vitales básicas
Unai Sordo . Secretario general de CCOO
No se trata de recopilar con profusión datos para atestiguar que España tiene un problema de bajos salarios. Los salarios medios (unos 26.800 euros anuales) o los salarios más frecuentes en nuestro país (por debajo de los 19.000) dan cuenta de ello.
Es verdad que estos resultados medios tienen oscilaciones en función del sector y del tipo de empresa en la que se trabaja, y que existen variaciones territoriales, que habría que poner en relación también con los distintos costes de la vida que se dan a lo largo y ancho de un territorio grande como el nuestro, en términos comparados dentro de la UE. Pero es indiscutible que en un país de salarios bajos, los efectos de una inflación disparatada como la que actualmente sufrimos justifican la insatisfacción de millones de personas trabajadoras con unos ingresos que apenas sirven para cubrir las necesidades vitales básicas. Este problema salarial, a grandes rasgos, viene derivado de diferentes cuestiones.
La primera es la composición de nuestro tejido productivo, con un paulatino deterioro de sectores que históricamente contaban con mejores remuneraciones, por un lado, y el excesivo peso de otros sectores cuya productividad se fundamenta en un ajuste de costes donde el salarial es determinante para la rentabilidad empresarial (de un tejido de empresas de escasa dimensión, no lo olvidemos, en comparación con un país como Alemania).
Esta dinámica no es ajena al proceso de descentralización productiva entendido como un método empresarial para deshacerse de responsabilidades y costes. Es decir, trabajar en lo que se denomina un sector de servicios de bajo valor añadido y con bajos salarios es compatible con que esa actividad laboral esté inmersa en una cadena de valor que proporciona beneficios y rentabilidades altas a las empresas, solo que a veces la externalización de la actividad es una forma de “apretar las tuercas” de unas empresas a otras, y de estas a la clase trabajadora.
Recientemente hemos conocido la voluntad de empresas de reparto como Glovo o Uber Eats de declararse en rebeldía contra la legalidad vigente. No hace tanto el alcalde de Madrid se amparaba en la subcontratación de la actividad de la limpieza viaria de la capital para eximirse de cualquier responsabilidad sobre la muerte de trabajadores por golpes de calor (dicho sea de paso, apenas unas semanas antes del súbito interés instalado en el PP por las temperaturas laborales, tras el decreto de ahorro energético…).
La segunda razón que explica los bajos salarios es la alta tasa de paro que sufre históricamente España. Un lastre para las reivindicaciones salariales, pues las empresas cuentan con la posibilidad de sustituir trabajadores con mejores salarios por otros con menores retribuciones con demasiada facilidad, y porque el riesgo del desempleo es un disciplinante reivindicativo importante.
En tercer lugar, la apuesta competitiva del modelo económico español en el proceso de integración europeo, y luego de integración económica mundial, fue la de los bajos salarios y la precarización de la contratación, en un mal entendido concepto de flexibilidad externa. Nuestros desequilibrios productivos, con menor presencia de la deseable de sectores transformadores y exportadores, han generado una excesiva dependencia de sectores volátiles –ligados a burbujas de sobreendeudamiento– y sectores económicos más especializados en modificar precios y en capturar rentas que en transformar bienes y servicios generando valor añadido.
La cuarta variable sería la dispar densidad sindical que existe en función de empresas y sectores. Cualquiera de los problemas anteriormente citados cuenta con diferencias sustanciales en las condiciones salariales dependiendo del grado de organización de las y los trabajadores. Esta variable se suele obviar en todos los análisis y, sin embargo, es tan decisiva como el resto. En situaciones productivas similares, la distribución de los salarios es más favorable para la clase trabajadora allí donde aparece sindicalmente organizada.
Desde esta situación descrita muy grosso modo, no es extraño que fenómenos como la “gran dimisión” que recientemente se daba en EEUU (millones de personas trabajadoras renuncian a sus puestos de trabajo por la insatisfacción con sus sueldos y demás condiciones de trabajo) no hayan tenido reflejo en España, y que cuando se dan situaciones puntuales en las que surgen dificultades para encontrar “mano de obra” (el campo o la hostelería), se genere una alarma empresarial con amplio eco mediático. Casi siempre para poner el foco donde no se debe, porque la dificultad de encontrar quien cubra esos puestos tiene que ver con las condiciones que se ofertan, particularmente con los bajos salarios, las jornadas interminables y la nula expectativa vital sobre la continuidad de tales empleos.
Pero estos ejemplos son limitados. En España existe un deseo de parte significativa de las personas trabajadoras de cambiar de puesto de trabajo para obtener mejores salarios, pero eso no quiere decir que tal deseo se suela materializar con facilidad. Creo haberle escuchado decir –con acierto– al presidente del CES, Antón Costas, que las malas empresas no pueden generar buenas condiciones laborales (o algo similar, si yerro en la cita pido disculpas por adelantado). Yo enfatizaría que las malas condiciones de trabajo y de salario son un incentivo a las malas empresas y retroalimentan un círculo vicioso que lastra la calidad del empleo, pero también la productividad positiva (la productividad es como el colesterol, la hay buena y mala en función de en qué se base) y las condiciones de competencia leal entre las propias empresas.
Por todo ello España debe modificar el sistema de incentivos económicos. En parte lo hemos hecho a través de una reforma laboral que debiera cambiar el patrón de contratación en España, convirtiendo la estabilidad en el contrato en la norma, incluso ligada a la actividad estacional; también parcialmente a través de una mejor regulación de la subcontratación, aunque solo en sus aspectos más extremos, como fue eliminar la prevalencia salarial del convenio de empresa –auténtica invitación a la competencia desleal–; de forma iniciática respecto a la economía de plataforma, que reconoce la presunción de la laboralidad de los riders pero que tiene que extenderse al conjunto de actividades, pues el fetiche digital de la plataforma como “razón” para cuestionar el trabajo dependiente es un caballo de Troya para el propio derecho laboral.
Estabilizar la contratación e internalizar responsabilidades en las cadenas de valor, después de las décadas de orgía des-regulacionista, se antoja como necesario para promover una subida de los salarios e impulsar los mejores proyectos empresariales.
Además, la subida del SMI y el desarrollo de rentas de garantía de ingresos deben servir para aquello que por desgracia no sirven, aunque determinado empresariado se queje de ello: para desincentivar trabajar en cualquier condición, bajo cualquier salario. No se trata de fomentar una sociedad que “viva de paguitas” (como cínicamente suelen decir los que viven de pagazas —de ellos/as, familiares, conocidos y saludados…—), sino de una sociedad en que la actividad económica no se base en la necesidad extrema de amplias capas de la población, sino de proyectos productivos que se rentabilicen en base a mejores formas de trabajo, estabilidad en sus plantillas, inversión, investigación y desarrollo aplicados, formación permanente, etc.
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