A mediados de la década de los noventa, el teletrabajo en tareas de oficina se convirtió en la utopía a la que debían aspirar la mayor parte de los empleados. La revolución de la informática móvil acababa de iniciarse gracias al lanzamiento de los primeros ordenadores portátiles y el comienzo de la comercialización de las conexiones domésticas a internet. Estos dos hechos hacían, en teoría, posible que una trabajadora o trabajador pudiera rendir en su casa tanto como en la oficina.
Había, además, la ventaja añadida de que no teníamos la mirada escrutadora del jefe siempre encima nuestro, por lo que podíamos saltarnos toda una serie de convenciones. En este sentido, se pintaba al teletrabajador o teletrabajadora como un individuo en pijama, sentado frente a su ordenador, con una buena taza de café y con la sempiterna sonrisa pintada en el rostro. Se ponderaban también otras ventajas, como evitar el metro, el autobús o los atascos, así como una mejor conciliación de la vida familiar o una mayor coordinación de las tareas domésticas.
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